Economía y política en la Argentina a lo largo de cuatro décadas (1974-2014)

19 ago 2024

ECONOMIA Y POLÍTICA EN LA ARGENTINA A LO LARGO DE CUATRO DÉCADAS (1974-2014)

Por Adolfo Stubrin

 


El presente trabajo revisa bibliografía y efectúa comentarios sobre la trayectoria argentina de las últimas cuatro décadas y sobre la frustración del desarrollo nacional.

El recorrido comienza por una introducción conceptual, sigue con dos autores argentinos que abordan nuestro caso nacional en particular (“Estado y alianzas en la Argentina 1956-1976” por Guillermo O´Donnell y “The rise of rentier populism” por Sebastián Mazzuca), continúa con la reseña y comentarios de autores que proveen elementos teóricos (Przeworsky, A., Evans, P. y Acemoglu, D.), más adelante se refiere a otros autores que brindan una perspectiva histórica sobre la problemática del desarrollo (Gerschenkron A. y Hirschman, A.); por último intenta hacer algunas reflexiones a modo de conclusión provisoria.    

 

1- Consideraciones preliminares:

Economía Política es el nombre originario de la Economía, disciplina académica que adoptó ese nombre a fines del S. XIX. En la actualidad resurge como una hibridación entre Ciencia Política y Economía que combina los aportes de ambas para el estudio de la influencia recíproca entre el Estado y la producción o los mercados. Su propósito es la identificación de causas explicativas para lo que recurre al análisis histórico con enfoque comparativo entre países, tanto diacrónico como sincrónico.

Emergen así las causas económicas de las transformaciones políticas y las fuentes institucionales y políticas del crecimiento económico. Postula entonces la retroalimentación entre el cambio político y el cambio económico. A la vez, sostiene que los grandes cambios estructurales no pueden llevarse a cabo sin micro fundamentos, es decir resulta conveniente entender el comportamiento de actores situados y los motivos que los impulsan.

Estado, Régimen y Gobierno son las tres categorías básicas del poder. Los medios o tipos de recursos de los que el poder se vale para imponer la voluntad de quien lo ejerce sobre quienes obedecen: es económico –medios de producción-, político –medios de destrucción; y cultural –medios de información-.  Pero, hay otro tipo de poder que proviene de la cooperación entre recursos y energías de distintos actores para producir un bien común o para transformar la realidad social.

También existe el poder institucional que nace del cumplimiento de reglas y es autónomo del poder político, como en el caso de la justicia o las fuerzas armadas.

Tal como lo define Weber el Estado es el monopolio de la violencia legítima sobre un territorio. En la antigüedad había imperios y ciudades. Los Estados son entidades modernas que tienen territorios contiguos y reconocimiento recíproco de fronteras.

El Estado es necesario para que exista propiedad privada y ésta es indispensable para financiar al Estado, cuya naturaleza se relaciona con recursos. La legitimidad es el componente simbólico de la obediencia, que hace más operativa la dominación.

El régimen es la regla mediante la cual se accede al Estado: democracia y autocracia, son tecnologías para acceder al poder. Una vez obtenido, el poder se ejerce de dos maneras: burocrática y patrimonial.

El gobierno son las personas que acceden al Estado y lo controlan.

Las tres definiciones precedentes se corresponden con una técnica científica minimalista que permite poner de resalto las causas del fenómeno que interesa estudiar. Al quedar fuera de la definición, muchos de sus rasgos no esenciales se vuelven más fáciles de identificar como explicaciones causales.

Las grandes tareas intelectuales son, por un lado, establecer qué causa los regímenes democráticos y más en general los cambios de régimen y, por el otro, qué causa la modernización, la industrialización o el desarrollo.

La variable macroeconómica más usual es el crecimiento económico per cápita. Indica el bienestar alcanzado. La equivalente variable macropolítica son las capacidades estatales. Indica la libertad alcanzada. Las variables se operacionalizan asignándole un valor entre 0 y 1 para cada caso. Así se habilitan las correlaciones según la variación operada en una u otra variable.  Así pueden describirse fenómenos y, en un punto más alto, explicarlos. Para ello debe haber secuencia temporal entre la variable explicativa y la explicada. Un proceso explicativo completo comprende, entonces: una correlación empírica, un orden temporal, su robustez y un mecanismo causal.

Este último se entiende mejor con razones estratégicas. Según éstas los actores económicos pretenden maximizar sus beneficios y los actores políticos buscan obtener, retener e incrementar su poder. Para eso la teoría de los juegos es lo más indicado.

Pero, las causas fundamentales, de carácter estructural son consideradas más importantes para alcanzar la explicación de regímenes políticos y modernizaciones productivas en los países. Los hechos así presentados son estilizados, es decir simplifican la infinita complejidad del mundo, para confeccionar un mapa, cuya mayor escala lo hace más ilustrativo.

 

* * *

La democracia, el tema central de la ciencia política, surge en Europa y Norteamérica entre mediados del siglo XVII y el XVIII. En el siglo XX se presentan olas de democratización, formadas por períodos en los que muchos países cambian e instauran ese régimen político. La contra ola es el movimiento inverso. Desde la primera ola, entre 1820 y 1920, hasta el presente hubo once países con democracias irreversibles, tal como se verifica en 1943. En 2020 hay 150 democracias ya que en estos tiempos la democracia es la tecnología prevaleciente en el mundo, la construcción de estados y los procesos democráticos se han vuelto simultáneos. La explicación admite pluricausalidad entre factores económicos, culturales e institucionales.

Se aprecia como tendencia que la democracia tiende a afianzarse en países modernos y ricos; en tanto que los autoritarismos tienden a imponerse en países pobres y tradicionales.

Pero una ola desafía a identificar la causa general. Es difícil suponer que cada caso tenga causas diferentes y separadas entre sí.

Las formas posibles de la causa de una ola democratizadora son: el efecto cascada, dominó o bola de nieve; la causa común –como fuera el triunfo aliado en la 2ª. Guerra mundial-; el logro de un mismo nivel de desarrollo; o que la democracia sea vista como la solución común a una diversidad de problemas nacionales. 

Dada la regla de que la democracia se afianza con la modernidad económica, Argentina se vuelve una excepción, dadas las reiteradas recaídas autoritarias que registró durante el siglo XX.

Según la tabla de Angus Maddison (1926-2010) sobre PBI de la Argentina con respecto a los otros países, la Argentina se encontraba entre 1910 y 1933 entre los diez países más prósperos del mundo. Es decir que la brecha con los países avanzados se cerró en 1910 para volver a abrirse a partir de 1930. No obstante, el país se mantuvo como una economía avanzada hasta 1940. Medio siglo después de aquel punto de inflexión, en 1990 la Argentina se ubicaba número 70 en el concierto de los países.

El hecho general es que los países que despegan económicamente no retroceden, con excepción de la Argentina.

Entre las causas estructurales explicativas del crecimiento económico se cuentan las geográficas, culturales e institucionales. Estas últimas se abren paso frente a las demás, conforme la teoría de Acemoglu y Robinson (2012): propiedad para un alto número, seguridad sobre ahorros y propiedades.

La frustración de esas condiciones, su reiterado incumplimiento en la Argentina posterior a la primera ruptura de su régimen democrático en 1930, postula como explicación del excepcional y enigmático declive económico.

Observando más ampliamente a los países latinoamericanos en su conjunto, se nota que en el siglo XIX se atrasaron con respecto a Europa. Entre 1913 y 1973 América Latina crece a ritmo sostenido, pero la brecha se mantuvo. Desde 1973, en cambio, la distancia con Europa se agranda de tres veces a cuatro veces y media en 1998. Desde 2002 hubo un leve progreso hasta el nivel de 1973.

Argentina, en específico, se desempeña a la par del resto de los países latinoamericanos hasta 1870.  A partir de ese año se produce un “milagro”, es decir una performance sobresaliente y sorprendente que dura hasta 1940 y se reabsorbe en el promedio latinoamericano desde 1950. Otros milagros fueron el alemán posterior a la guerra, el coreano después de 1960 o el chino, a partir de 1995. El paraguayo entre 1840 y 1870 y el brasileño entre 1960 y 1980 son junto al argentino los casos más llamativos en que se discute la reversibilidad.

Se vuelve importante explicar ese fenómeno de freno y retroceso de un milagro, así como la reapertura posterior al cierre de una brecha. Para eso las causas próximas no son las más explicativas porque se sitúan cerca del efecto que se desea entender. Las causas distantes son más potentes pero necesitan la clarificación complementaria del mecanismo a través del cual se transmiten.

El método comparativo sigue de cerca diferencias y concordancias entre casos similares, para resaltar unas y otras. Es un clásico la comparación Argentina-Australia, que muestran resultados económicos opuestos, tienen numerosos rasgos comunes y algunas diferencias: la propiedad de la tierra, la religión y el régimen político.

Abordamos a continuación bibliografía sobre el caso argentino.

 

2- Estado y alianzas en la Argentina:

G. O’Donnell (1977) describe la inestabilidad económica y política argentina en un lapso de veinte años, entre 1956 y 1976. Allí encuentra varios actores centrales: la burguesía pampeana, la gran burguesía industrial, la fracción débil de la burguesía y el sector popular. Más allá del análisis de clase, las fuerzas armadas, como burocracia estatal, es desde luego un participante fundamental. Distingue a la vez un área central y regiones apartadas con menor productividad y peso político. La sucesión de gobiernos (11 presidentes y cuatro cambios de régimen) y de políticas económicas es caracterizada por el juego de enfrentamientos y asociaciones entre los sectores económicos y estatales. Las combinaciones son limitadas y recurrentes por lo cual el país es expuesto como encerrado en un laberinto.

Más allá de las posibles alianzas, el autor caracteriza un fatídico ciclo de la economía nacional, derivado tanto de su estructura productiva como de su inserción en la división internacional del trabajo. La marca de ese círculo vicioso es la crisis del balance de pagos. El factor capaz de generar rentas y traducirlas en divisas es la producción pampeana de carnes y cereales con su respectivo comercio de exportación. Pero, el grueso de la población se ocupa en un aparato industrial con dos vertientes: empresas transnacionales y nacionales de cierto porte, por una parte, y empresas de industria liviana, originadas muchas de ellas en las décadas previas, al amparo de las dos guerras mundiales y la gran depresión del año ’29. El enredo es tal que el funcionamiento del aparato industrial consume ingentes cantidades de divisas, de manera que los intereses de los productores y exportadores pampeanos y la economía urbana, con sus sindicatos y pequeños empresarios se encuentran en conflicto.

En medio de esa contradicción la gran burguesía industrial luce como el actor social con mayor capacidad de maniobra; puede aliarse con cualquiera de los otros dos actores y de hecho suele mantenerse en el poder a través de la danza de regímenes y gobiernos. Con el curso de los años el ciclo se acelera y sus espasmos se hacen más violentos, al punto que O´Donnell los califica ahora como una situación pendular.

La mecánica que balancea las relaciones políticas y económicas de fuerza demanda usar el estado para extraer parte de la renta del sector pampeano con el propósito de financiar las importaciones de insumos críticos y bienes de capital necesarios para la industria, además de soportar el creciente gasto público. Pero eso conduce a un cuello de botella formado entre la creciente inflación y la escasez de divisas. El punto clave que el autor pone en evidencia es la cuestión de los bienes salario, es decir la tendencia crónica al aumento del precio interno de los bienes exportables principales, carne y trigo, debido a que la demanda agregada –interna y externa- presiona hacia arriba, y hace subir el valor de la canasta familiar del sector popular, de la cual aquéllos son componentes primordiales.  

Ese aumento daba la señal para la movilización del sector popular cuya acción política “atascó la esclusa” que podría haber conectado los respectivos circuitos de acumulación capitalista de la gran burguesía y la burguesía rural. En efecto, las fases expansivas del ciclo llevaban rápidamente a la declinación, hacían caer la coalición gobernante y conducían a los planes de estabilización, que por vía recesiva reducían el consumo, la emisión monetaria y el aprovisionamiento del sector industrial.

Para la lógica presentada, la posibilidad de que el sector popular ocupe el poder era remota. Sin embargo, en 1973, en un episodio excepcional, el peronismo a través de elecciones congrega una alianza amplia entre las fracciones débiles de la burguesía urbana, los trabajadores sindicalizados y extensos segmentos de la clase media.

O´Donnell lo decía así: “¿Podría esta alianza llegar a ser gobernante por sí sola, con exclusión de la gran burguesía (y por supuesto de la pampeana)?... De hecho eso ocurrió en 1973, cuando la alianza defensiva logró una tan extraordinaria como pírrica victoria.”

Por cierto, el interregno constitucional fue breve y lejos estuvo de dar salida al ciclo. En 1975 una fuerte devaluación desata los precios, hunde los salarios y la coalición se debilita hasta que el gobierno y con él el régimen democrático caen.    

Ese fracaso estaba asociado, según el autor, a una sociedad civil impetuosa y desbocada que aceleraba la espiral de la economía y la política, y empujaba una democratización “por defecto”, es decir anómica, caótica, sobre un Estado colonizado, fraccionado y atomizado por los intereses de los distintos grupos y sectores. Ese cuadro bloqueaba la que, según el joven O´Donnell, era la única salida posible a los ciclos, el capitalismo de estado, variante de organización del sistema económico plausible para aquella época.

Volcamos una síntesis del desarrollo teórico de O’Donnell sobre el autoritarismo latinoamericano, valiéndonos de la síntesis elaborado por D. Collier (1985). El autor describe tres constelaciones o tipos de sistemas políticos: 1- el oligárquico en que la elite domina los recursos naturales y el Estado, sin que el sector popular se haya hecho presente en la escena pública; 2- el populista en que se promueve la industrialización y sus protagonistas forman una coalición multiclasista de intereses urbanos e industriales que incorpora al sector popular; y 3- el burocrático autoritario, que es excluyente y no democrático, está formado por tecnoburócratas civiles y militares que buscan la industrialización avanzada y se asocian al capital extranjero. Los tres elementos del mapa conceptual con el cual se exponen las transiciones entre esas constelaciones son la industrialización, la activación del sector popular y el incremento de los roles tecnocráticos en las burocracias.

Para el caso argentino, el peronismo es un ejemplo de populismo y las dictaduras instauradas en 1966 y 1976 son regímenes burocrático-autoritarios.

Con posterioridad O´Donnell aporta otra categoría analítica central que es la democracia delegativa, inspirada en los gobiernos de Menem y Collor de Mello, en los cuales la participación se restringe a la elección de la elite gobernante y el presidente queda exento de cualquier control horizontal pudiendo decidir con amplia discrecionalidad sobre toda clase de asuntos.

 

3- El surgimiento del populismo rentista:

Varias décadas después de escrito “Estado y alianzas”, transcurridos en la Argentina un cambio de régimen político y once presidentes, un paper de economía política hace un aporte inspirado en la misma idea: que el Estado tiende a ser gobernado por alianzas entre actores sociales colectivos.

En el trabajo de Mazzuca (2013) se recupera a O’Donnell y sus marcos teóricos, desde luego con una perspectiva actualizada y teniendo en cuenta la evolución mundial. El análisis es comparado y muestra el denominado grupo de países sudamericanos que participan en el giro a la izquierda durante la primera década del Siglo XXI (“left turn”), focalizando el grupo de los radicalizados.

El grupo aludido está integrado por tres países andinos –Bolivia, Ecuador, Venezuela- y la Argentina; mientras que el otro conjunto de países, los moderados está compuesto por Uruguay, Brasil y Chile. La clasificación se justifica en el diferente nivel de aumento del gasto público durante la década 2000-2010. Mientras los moderados se mantuvieron, pasando apenas del 31 al 32 % del PBI, los radicales escalaron desde el 27 al 40% en promedio.

Pero, la hipótesis de Mazzuca es que la clasificación comprende dos niveles de análisis: las políticas públicas llevadas a cabo y la evolución del propio régimen político. Al haberse volcado O’Donnell en sus últimos tiempos al estudio de la calidad democrática, su marco teórico, afirma el autor, no puso el foco sobre países cuyo régimen político se deslizaba hacia sus propios límites.

Mazzuca introduce la cuestión del origen y el ejercicio como criterios para distinguir el comportamiento de moderados y radicalizados. Todos los presidentes llegan al poder por elecciones pero éstas no son realmente competitivas en los países radicalizados. Entre ellos hay matices, en la Argentina se exhiben rasgos iliberales, mientras que en Venezuela se observa un autoritarismo de raíz electoral.

Las raíces del fenómeno están en China e India, cuyo crecimiento acelerado cambió la tendencia latinoamericana secular al deterioro de los términos del comercio internacional. Esa maldición estudiada por Raúl Prebisch y la CEPAL desde la década de los cuarenta, se mantuvo vigente  hasta el cambio de siglo, circunstancia a partir de la cual la sostenida demanda de materias primas de los gigantes asiáticos revirtió las cosas.

Esa causa externa y lejana generó en los países de la región nuevos excedentes económicos. El recurso clave fueron la minería y el petróleo, por una parte, y las tierras fértiles, por el otro. El boom de las commodities fue condición de posibilidad para el populismo rentista, consistente en una coalición socio-política constituida para el empleo del Estado como herramienta de apropiación de esas rentas y como fuente de retroalimentación de un régimen político estresado a su vez por un proyecto de perpetuación.

No todos los países usaron el boom con estos alcances. El grupo de los radicalizados contaba con dos condiciones favorables: la previa ruptura de su sistema de partidos políticos y su aislamiento o abierta hostilidad con los mercados financieros. Los países que mantuvieron partidos opositores fuertes y una buena relación con sus acreedores quedaron inmunizados frente a la tentación de cambiar su régimen político, en todos los casos democráticos.

La tentación fue la de apropiarse urgentemente del plus que los precios internacionales dieron a los recursos naturales; pero también la de otorgar una prioridad política total al corto plazo sobre el largo plazo en la formulación de políticas; y, finalmente, el pecado capital: la alteración del sistema constitucional para concentrar poder presidencial, ya sea por la vía de reformas constitucionales o por la vía de la asunción de atribuciones extraordinarias.

Mientras los moderados rechazaron esas tentaciones, manteniendo los frenos y equilibrios institucionales, los radicales engendraron diversas alteraciones en el régimen político a través de las superpresidencias plebiscitarias. Ese dispositivo se articula en una concentración de poder que lo vuelve absoluto y consta de dos fases: el presidente personalmente sobre el Estado y el Estado sobre la economía y la sociedad.

En su tipo ideal, el populismo rentista se conforma por una coalición entre el Estado y los sectores informales. El acuerdo básico es expropiar la propiedad sobre los recursos naturales o las rentas derivadas de su explotación. Con esos fondos el gobierno conquista los votos de trabajadores informales y desocupados a cambio de ingresos distribuidos u otros beneficios no monetarios.

En los tres países andinos la secuencia entre la asunción de los presidentes populistas, la expropiación o suba de impuestos a las empresas petroleras y el vuelco de recursos en programas dirigidos a los sectores informales fue fulminante. El mecanismo plebiscitario, la ruptura de los frenos y balances y la instauración exitosa de la superpresidencia fueron pasos sucesivos que ligaron la orientación política con el régimen institucional.

En la Argentina, entre tanto, el recurso natural no es susceptible de expropiación pero sí las ganancias de su exportación, gravadas con peajes aduaneros llamados “retenciones”; la subsiguiente aplicación de esos recursos a sectores informales se vio impuesta y favorecida por la crisis previa de 2001 y 2002, que produjo un aumento de la desocupación urbana,

A su vez, ese default y el colapso de la representación política fueron la resultante de los años noventas, durante los cuales se produjeron dos precondiciones estructurales para el ulterior surgimiento del populismo rentista: 1- cambios tecnológicos en el campo y la expansión de la soja que desplazó otras producciones rurales, estirando la frontera agropecuaria y acelerando el éxodo de la población rural; y, 2- el desmontaje de la industria liviana y la privatización de las empresas estatales de servicios públicos, lo cual aumentó el contingente desprotegido de desocupados urbanos y trabajadores precarios. 

Aunque Argentina es el caso más alejado del tipo ideal, la motivación del presidente para consolidar su régimen estuvo dada por el éxito en mejorar las condiciones de vida de esos sectores, asegurar el voto masivo a su persona, absorber poder personal mediante legislación de excepción y cubrir el costo de las políticas con el mayor ingreso fiscal de las retenciones agropecuarias.

A su vez, la concentración de poder se afianza con dos mecanismos aplicados sistemáticamente: el primero, el debilitamiento de la oposición y la total neutralización de los organismos estatales de control; el segundo, el uso de reservas internacionales para desconectar al país de cualquier presión de los mercados financieros y, en especial, de los monitoreos anuales del FMI.

La coalición así formada es la causa de la configuración de un dispositivo político e institucional centralizado.  Pero, ni el gobierno ni la coalición que lo soportan tienen asegurada la perpetuación. El primero porque, como señala el autor, los precios elevados de los commodities no son para siempre; el segundo porque los sectores informales no aseguran por sí solos, al menos en la Argentina, los triunfos electorales. El conflicto creciente con otras clases y sectores de la sociedad hizo fallar el mecanismo plebiscitario en 2009 y  2013, oportunidades en que la derrota electoral conmovió al gobierno con derivaciones inesperadas.     

 

4- Reseñas y comentarios teóricos:

K. Marx (1818-1983) y M. Weber (1864-1920) son los referentes clásicos para el grueso de los autores de economía política. Es notoria la influencia sobre O´Donnell, sin ir más lejos, de suerte que su marco conceptual se apoya en uno u otro, alternativa o combinadamente.

Ambos alemanes, Weber es de una generación posterior a Marx y por lo tanto los problemas que confrontaron son bastante diferentes. Exiliado desde joven Marx estudio y escribió sobre el capitalismo industrial en Inglaterra, donde este sistema de producción tuvo su más temprano desarrollo. Weber asistió, en cambio, al muy diferente desarrollo industrial de su propio país bajo el prolongado régimen de Bismarck.

En sus intereses y preocupaciones intelectuales Weber confrontaba y a veces se aproximaba a los seguidores de Marx, con quienes discutía y competía políticamente. Estos continuadores de Marx habían simplificado demasiado su pensamiento hasta convertirlo en algo así como una mecánica invariable. De manera que no es sencillo trazar un mapa de aspectos de la obra original de Marx (mucha de la cual fue editada a partir de 1953) aceptados y rechazados por Weber.

Con el propósito de establecer algunas de las diferencias principales, exponemos las siguientes:

1-     Marx sostenía la existencia de una dirección o fin de todos los acontecimientos sociales, una “filosofía de la historia” que consumaría aquello de que el presente es mejor que el pasado y el futuro será mejor que el presente. Weber, por su parte, pensaba que las ciencias sociales no podían más que dar cuenta de pequeñas porciones de la realidad histórica, que sus afirmaciones generales sólo podían ser probabilísticas y que la incertidumbre prevalecería siempre sobre el futuro.

2-     Para Weber, lo subjetivo, reflejado en su estudio sobre el carisma y el liderazgo, se manifiesta como un factor importante en el curso de los acontecimientos, de manera que los elementos racionales y los irracionales se combinan de manera impredecible. Así fue la historia desde los profetas hebreos hasta el propio Bismarck. (Bendix, 1979, p. 445 a 452).

3-     Según Marx lo esencial del capitalismo occidental estaba en la asimetría inaceptable entre proletariado y burguesía, mientras que para Weber la clave era la racionalización de la actividad productiva. La separación entre el trabajador directo y los instrumentos de producción era sólo una esfera entre las muchas que manifestaban la modernización occidental. Otra, tan importante como la anterior, era la actividad burocrática, proceso irreversible que marcaba la necesidad de la política y el Estado.

4-     Un socialismo sin Estado, como postulaban los continuadores de Marx, hubiera generado según Weber la asfixia burocrática de la sociedad y los individuos –como por cierto ocurrió- (Giddens, 1997, p. 43 a 47). La visión marxiana sobre el Estado como mera “agencia de los intereses de la burguesía” es discutida para definir al Estado como el “monopolio de los instrumentos de violencia legítima” sobre un territorio y una población.

5-     No sólo las condiciones materiales sino también las ideas tienen su peso en la historia. Una afinidad electiva entre el protestantismo y el empresariado capitalista había incidido para que en Europa se acuñara un capitalismo basado en la explotación del trabajo humano, como afirmaba Marx, pero también sobre la gravitación de causas culturales en la creación de vastos sistemas de producción que eran capaces de moderar el lucro para preservar sus fuentes de ganancia, como sostuvo Weber en su “Ética Protestante”.

 

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En “La estructura del conflicto de clases” A. Przeworsky y M. Wallerstein presentan un modelo sobre el funcionamiento de la lucha de clases en las sociedades capitalistas democráticas desarrolladas. Ambos representan la corriente del marxismo analítico, creada en los ámbitos académicos norteamericanos a fines de los años setentas.

Como punto clave de la recuperación de la teoría marxiana, los autores descartan las predicciones acerca de la revolución socialista, la dictadura del proletariado y la sociedad sin clases, así como las leyes formuladas por Marx acerca por ejemplo del descenso de la tasa de ganancia o la pauperización del proletariado o la polarización de la sociedad en sólo dos clases antagónicas. .

Lo que realmente pasó desde las últimas décadas del siglo XIX y todo el siglo XX tuvo que ver con un pacto o compromiso de aceptación mutua entre capitalistas y trabajadores, que Marx consideraba imposible concretar.

En cada caso nacional y en cada coyuntura crítica los trabajadores deciden seguir o no con el capitalismo democrático. Si lo hacen, el Estado institucionaliza, coordina y legaliza el arreglo entre las dos clases coaligadas.

El estudio sobre el comportamiento de ambas clases contribuye al estudio del Estado mismo y su soporte en la estructura social. Si, como PyW suponen que ambas clases hacen lo que les conviene y beneficia, habría cuatro productos posibles, a saber: 1) un compromiso capitalista democrático; 2) un capitalismo democrático sin compromiso entre clases; 3) una dictadura capitalista; 4) el socialismo. El artículo se dedica a analizar la primera opción, que es la que a juicio de los autores es relevante clarificar.

La tasa de inversión es vital para la continuidad capitalista. La particularidad del capitalismo es que los beneficios distribuidos y consumidos afectan a la inversión.  Es decir que la renovación y vitalidad del capitalismo depende del nivel de las ganancias porque de allí provienen el empleo, la producción y el consumo.

La inversión neta de una economía capitalista, es decir el crecimiento en el tiempo de su stock de capital es igual a la tasa de la ganancia no gastada (que debe ser igual o mayor a 1), multiplicada por las ganancias netas.

La tasa de crecimiento de una economía depende de la tasa de beneficios y de la tasa de lo “puesto a salvo” de ese beneficio para destinar a la inversión. En tanto y en cuanto la tasa de beneficios y la de inversiones (sacadas de los beneficios) sean mayores, más alta será la tasa de crecimiento de la economía.

De allí surge que el “withheld” es el dato crucial del comportamiento de los capitalistas, porque asocia su ganancia al crecimiento del ingreso nacional.

En manos de los capitalistas está invertir y mejorar la productividad. Pero en cuanto a los trabajadores, nada en el capitalismo les garantiza recibir beneficios adicionales una vez cobrados sus salarios. Por consiguiente, las opciones para los trabajadores son: 1-Reclamar el entero stock de capital; 2-Reclamar todo o parte del producto capitalista para incrementar su consumo; 3- Reclamar una parte del producto capitalista, respetando otra parte como ganancia capitalista y, a cambio, asegurarse a futuro la mejora de las condiciones materiales de existencia.  La elección de esta última variante es la que abre el compromiso con los capitalistas.

Éste pacto consiste en el intercambio siguiente: los trabajadores no persiguen la expropiación de capital ni el total de la ganancia y aceptan un monto menor a aquéllos pero reciben una regla explícita o implícita que les da certeza de que los salarios crecerán a lo largo del tiempo en cierta proporción a las ganancias.

Ese arreglo descansa en un entendimiento entre trabajadores, capitalistas y partidos políticos con la participación de un Estado relativamente autónomo de todos ellos. Se torna operativo lo que Marx pensaba imposible, los trabajadores consintiendo el capitalismo; los patronos consintiendo la democracia.

Si los trabajadores no reclaman el stock de capital o los capitalistas la restauración liberal, el compromiso de clases se expresa en una composición institucional por la cual una proporción determinada de las ganancias será transformada en incremento salarial real. Ese dispositivo perpetúa la democracia capitalista como forma de organización de la sociedad.

Para aceptar el compromiso los trabajadores organizados deben dejar de lado dos objetivos propios de su programa histórico: la militancia economicista dentro del capitalismo y la transición al socialismo. La decisión de sumarse al compromiso es tomada bajo condiciones y expectativas propias de ese momento; transcurrido un plazo determinado pueden haber alcanzado o no la retribución esperada. De su grado de satisfacción depende que continúe el compromiso, que nunca es irrevocable ni eterno, como tampoco lo es el de los capitalistas.

El compromiso entre las clases se produce porque esa es la mejor estrategia disponible para ambas en cada oportunidad.

Hasta acá una apretada síntesis del modelo lógico con que los autores exponen, siguiendo las premisas analíticas de Marx, por qué y cómo los países desarrollados orillan en el presente la contradicción propia de la división social del trabajo, generando tasas continuadas de crecimiento económico y mejoramiento de la productividad.

 

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Veremos ahora un enfoque, en parte alternativo al anterior, basándonos en el artículo de Peter Evans de 1997 en el que discute la postura neoliberal esgrimida durante los años noventas sobre el supuesto eclipse del Estado frente al ímpetu de la economía globalizada. El arsenal teórico desplegado por este autor es de clara raigambre weberiana.

Evans empieza estableciendo una correlación entre el gasto estatal y el desarrollo económico de los países. En los treinta años previos a su artículo el gasto público de los países de la OCDE se había duplicado en proporción al PB I como respuesta a las demandas sociales y a la evolución demográfica; el contenido de ese aumento era el “capital de transferencia” constituido por los fondos fiscales destinados a la protección social. Entre tanto, en los países en vías de desarrollo el gasto público tuvo un comportamiento semejante, derivado del deseo de impulsar el desarrollo pero en muchos casos puso en evidencia la insuficiencia de capacidades estatales y generó efectos contrarios, incluso el colapso social y estatal en varios casos africanos.

En el mismo período irrumpió en el mundo la globalización contemporánea, con la expansión de las transacciones y tráficos internacionales y la aparición de la producción transfronteriza en red de las compañías multinacionales, que constituyeron junto con la intermediación financiera en tiempo real una elite global. El comercio internacional creció mucho más que los intercambios domésticos. En la OCDE las exportaciones se duplicaron como proporción del PBI. La inversión extranjera directa, a su vez, creció tres veces más que el comercio y con ellas las alianzas y combinaciones entre empresas. Ese panorama hace que las redes globales de producción superen a los sistemas productivos nacionales, de configuración más autárquica. Eso ha creado para los estados nacionales un entorno más restrictivo y desafiante.

Pero Evans subraya la importancia del clima de ideas que acompañan ese proceso. Sostiene que es tan fuerte que impide la pregunta sobre si la intervención del Estado podría incrementar los beneficios que los ciudadanos de un país obtienen de la economía globalizada. La ideología dominante de cuño anglosajón proscribe el empleo de la soberanía territorial para limitar la discrecionalidad de los actores económicos privados. Esa hegemonía cultural envuelve, a su vez, la actuación de instituciones internacionales como el GATT y la OMC, el FMI y el BIRF, el TLCN y dicta los preceptos privatistas del “Consenso de Washington”.

Más aún, dice Evans que el pensamiento hegemónico se vio reforzado por la corriente neoutilitarista, derivada de la economía política clásica, que postula que el eclipse de los estados nacionales no sólo podría ser inevitable sino también deseable. La reseña de Evans incluye la caracterización que el grueso de los economistas hizo de los años dorados de la economía capitalista entre el fin de la segunda guerra y la crisis del petróleo. El Estado fue tratado como una caja negra a la que se le solicitaban ciertas políticas pero fue ignorado como tema de investigación académica, hasta que durante la crisis de los años setentas el crecimiento de EUA y GB empezó a mostrar serios tropiezos. Entonces se aprovechó para culpabilizar al excesivo poder del estado sobre la economía y los mercados. Dice el autor: “Los estados no se expandían a causa del aumento en la demanda de bienes públicos o colectivos, sino como consecuencia de los burócratas que buscaban la obtención de rentas para sí. La “caza de rentas” se hizo el corazón de la economía política de las instituciones públicas. La intervención estatal fue mostrada como patológica.” (pág. 111).

Frente a lo anterior la receta hegemónica fue: 1- revertir y reducir competencias y recursos públicos y 2- reemplazar normas de servicio público por incentivos, haciendo que el estado sea parte del mercado.

Evans reconoce que la hipótesis de la caza de rentas puede ser útil para por ejemplo estudiar la corrupción pero afirma que si se generaliza como única interpretación posible para analizar la marcha del Estado su efecto puede ser tan devastador que se vuelve una profecía que se cumple a sí misma. Su efecto es el desprestigio y destrucción de las normas y tradiciones del servicio publico.

El autor destaca otro aspecto central de la globalización, el surgimiento del fenómeno de los rendimientos marginales crecientes que deja atrás la teoría de los crecimientos marginales decrecientes propia del paradigma clásico. Estas nuevas realidades son consecuencia del peso de la innovación tecnológica y la inserción de las ideas como bienes, esto es: ya no sólo el trabajo humano o los recursos naturales son fuentes originales de valor sino también las creaciones intelectuales (PE cita aquí a M. Castells y su obra “La era de la información” publicada el mismo año). Esos intangibles y sus derechos de propiedad devuelven al estado, -su legislación, administración y jurisdicción- un rol central en la actividad económica. El estado, afirma, persistirá como institución central en esta época de economía globalizada.  

Más aún considerando que las potencias emergentes de Asia del Este, verdaderas estrellas del panorama global, están piloteadas por estados fuertes. Desde Singapur a China esos desempeños nacionales exitosos tienen como causa explicativa, en todos los casos, el rol del estado en el desarrollo; esa verdad evidente no puede ocultarse y habrá de ser reconocida más temprano que tarde para mostrar cómo los países pueden desempeñarse con mejores posibilidades frente a las elites y redes globales.

Evans profundiza su análisis denunciando la moda de la sociedad civil a la que considera complementaria y convergente con la ideología hegemónica. Conceptos como Gobernanza o Empoderamiento encarnan lo que el autor llama “el carisma” de la sociedad civil. Un encanto que tiende a adjudicar la responsabilidad sobre las injusticias sociales al estado y las organizaciones públicas, desviando las miradas de cualquier causa originada en el mercado o la producción privada. Peor aún, llegó a proponerse un mundo sin estado en que el bienestar quedaría asegurado por la suma del mercado y la sociedad civil. A propósito, los movimientos populares que terminaron con los regímenes totalitarios y autoritarios de Europa del Este y América Latina sirvieron de argumento para esta operación de desacreditación del estado

Pero, afirma Evans, la idea de que el estado y la sociedad civil hacen un juego de suma cero es equivocado; entre ambos puede y debe haber sinergia, lo que siguiendo a R. Putnam (referenciado en la nota 32), se llama empoderamiento mutuo. Claro está que para protagonizar junto a entidades y organizaciones civiles el abordaje de los problemas públicos el Estado requiere complejidad burocrática, un sólido tejido de recursos, personal y atribuciones que intervenga, aunque no unilateralmente, en la esfera social. La propuesta es una nueva coalición estado-sociedad que afronte la agenda presentada por la globalización de manera análoga a la coalición estado-sindicatos que cambió el rumbo del mundo industrial durante el siglo XX.

La discusión en la que Evans se sumerge está bastante clarificada hoy en día. Pero, su necesidad y utilidad fueron apremiantes unos pocos años atrás cuando amplios segmentos de la opinión pública y académica parecían obnubilados por un bombardeo de ideas sin asidero científico. Por eso su análisis coyuntural, concreto y a la vez su combate en defensa de sus concepciones retienen un gran interés y definen una prioridad: conocer en profundidad el estado, asegurar la legitimidad de su papel frente a la sociedad nacional y frente a otros estados y fuerzas globales, y ayudar a diseñar estrategias que mejoren de manera estable el desempeño de las economías, ahora más fluidas e interdependientes que antes

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Puede verse, a través de las anteriores reseñas, que neomarxistas y neoweberianos hacen aportes diversos a la economía política. Los análisis de cada uno de los artículos pone el foco en aspectos diferentes de las sociedades actuales y su grado de abstracción también varía. Sin embargo, simular reflexivamente un debate entre ellos, es posible y hasta inevitable al compás de la lectura. Las perspectivas presentadas no son incompatibles, si bien mantienen un perfil teórico definido.

Pero en relación a O´Donnell, por ejemplo, es visible que la influencia de las dos corrientes es pareja, de manera que categorías y teoremas provenientes de Marx y de Weber pueden alimentar una interpretación coherente como la de él, sobre una coyuntura o un proceso económico-político de un país o una región, ofreciendo conocimiento válido.  

 

5- Reseñas y comentarios históricos:

En su artículo sobre el atraso económico en perspectiva histórica, A. Gerschenkron (1962) resume su postura sobre el papel de la historia económica, que es en esencia aplicar hipotéticas generalizaciones a diversas clases de material empírico para verificar cuánto se aproximan, hasta buscar y encontrar ciertas tipicidades o uniformidades. Estas relaciones típicas entre factores individuales pueden ser afirmadas como conocimiento. Aunque la historia nunca da la respuesta sí ofrece un saber sobre qué factores son potencialmente relevantes y en qué combinación.  Las generaciones actuales son las que tienen a su cargo poner su creatividad en las políticas económicas.

Marx pensaba que los países industriales avanzados señalaban la ruta a los más atrasados. Pero, esa es una verdad a medias: Alemania, por ejemplo, siguió en el siglo XIX en parte la ruta inglesa pero, en parte, inició una ruta propia. La proposición central de Gerschenkron es que muchos procesos de industrialización muestran diferencias considerables con los países avanzados no sólo en la velocidad sino también en la estructura organizativa y productiva de la industria emergente.

Más aún, estas particularidades nacionales provienen de la aplicación de instrumentos institucionales que tuvieron poco o nula incidencia en los países desarrollados ya establecidos. Los instrumentos institucionales disponibles marcan muchas veces la distancia entre la velocidad y calidad del desarrollo industrial entre países de diverso tipo. El espíritu o clima intelectual difiere también mucho entre los países avanzados y los atrasados.

Además, los atributos asociados a los casos de países atrasados varían en directa relación con el grado de atraso y las potencialidades industriales naturales de cada uno.

Al describir el desarrollo industrial de países europeos en el siglo XIX y hasta la Primera Guerra Mundial, el aporte de Gerschenkron permite entender la lógica del atraso relativo entre países.

Los países atrasados viven la tensión entre los obstáculos presentes y la gran promesa de una posible industrialización.

La variable clave inicial es la dotación natural de recursos. Sobre esa base la imitación tecnológica es un factor primario para compensar la distancia de los atrasados con los países de vanguardia.

La dependencia de la maquinaria y el know-how extranjero incrementa la brecha y hace más lento el desarrollo.

En ocasiones la baratura de la mano de obra puede ayudar al proceso de industrialización de un país atrasado. Pero, ese factor varía entre país y país y entre industria e industria.

La creación de una fuerza de trabajo industrial es la mayor dificultad y el proceso más trabajoso porque requiere que la población campesina corte el cordón umbilical con la tierra y se vuelva disponible para el empleo industrial, fenómeno que para nuestro autor es raro en los países atrasados.

Allí donde la industrialización tuvo éxito fue por aplicación de la tecnología más moderna y eficiente que un país rezagado pudo alcanzar (y no por el solo efecto de la mano de obra más barata), en especial si su producción tiene que competir con la de los propios países avanzados. Por eso los países con aspiraciones de desarrollo se concentran tempranamente en sectores de reciente y rápido progreso técnico. Ello así porque las potencias establecidas por inercia o falta de voluntad demoran en la reconversión de sus instalaciones.

Pero, los países atrasados suelen ser lentos para asimilar la producción de herramientas modernas de producción. Estados Unidos fue la excepción.

Gerschenkron relata el caso de las grandes fundiciones alemanas que superaron a las inglesas en el tercer tercio del siglo XIX, incluso en el tamaño de las plantas. A la inversa la superioridad de la industria textil inglesa fue por entonces incontestable por los alemanes o por cualquier otro competidor.

La noción de revolución industrial, usada estrictamente, supone un crecimiento repentino, volcánico de las tasas de crecimiento. Ese salto con respecto a un prolongado estancamiento nunca es accidental. Responde al hecho de que diversos sectores se favorecen mutuamente, de suerte que la complementariedad e indivisibilidad entre varios de ellos es una clave de estos estallidos.  Esto supone que, por ejemplo, el transporte, los puertos, la minería, se benefician cada uno de ellos con las externalidades producidas por los otros y a la recíproca. En el comparado europeo del siglo XIX, cuando la industrialización alcanzó gran escala fue porque la tensión entre las condiciones del atraso y la expectativa del desarrollo fue tan fuerte que permitió superar obstáculos y liberar las fuerzas productivas para el progreso.

El concepto de “tensión” es tomado de Arnold Toynbee (1889-1975): cuando los desafíos son más grandes la tensión se acumula y la dimensión de la respuesta tiende a crecer con rapidez.

Un cierto número de factores sumado a instrumentos institucionales e idearios de industrialización están presentes en los países con atraso prolongado seguido de industrialización acelerada.

El caso del despegue industrial francés bajo el II Imperio, permite ver el papel central de los bancos industriales, organizaciones financieras diseñadas para levantar ferrovías, minas, fábricas, canales, puertos y ciudades.

El Credit Mobilier de Isaac Pereire (1606-1880) fue un banco de nuevo tipo, dedicado al financiamiento de largo plazo. Representó a la “nueva riqueza”, funcional al desarrollo industrial que competía con la “vieja riqueza” representada por el estilo tradicional de la banca Rothschild. A la postre ese modelo se impuso no sólo en Francia sino en otros países en proceso de industrialización, desde España hasta Rusia. El contraste con los bancos comerciales ingleses era absoluto porque éstos se dedicaban a préstamos de corto plazo. La nueva banca de inversión apoyó la construcción de ferrocarriles, puertos, servicios públicos, rutas marítimas dentro y fuera de Francia. La banca alemana replicó esa modalidad, combinándola con el estilo británico de banca comercial.

Fueron los bancos alemanes, y también los italianos y austríacos los que se vincularon más estrechamente con las industrias, acompañándolas “desde la cuna hasta la tumba”, facilitando su expansión y operatoria aunque también ejerciendo un fuerte ascendiente sobre sus negocios, más allá de la supervisión financiera propiamente dicha. En Alemania, los bancos prefirieron financiar la industria pesada y restaron apoyo a las ramas de industria liviana, textil, alimentos, cuero, entre otras.

Por lo visto la decisiva importancia de la banca de inversión en la industrialización de países atrasados muestra particularidades, adaptaciones y, por cierto, no puede concluirse en una generalización a países con un grado de atraso más severo.

Los tipos de bancos están asociados a la historia de la acumulación capitalista en cada nación. En Inglaterra los capitales se formaron con las rentas de la modernización agraria y luego con el gradual desarrollo industrial, sin necesidad de apoyo bancario. En los países atrasados la escala necesaria de las inversiones para el desarrollo y las de las grandes plantas industriales en contraste con la escasez de capitales disponibles, hizo necesaria la intermediación financiera especializada.

En las últimas tres décadas del siglo XIX la concentración empresarial bancaria fue marcada, tanto en el continente como en UK. Pero, mientras en UK fue independiente de la industria, en Alemania la cartelización de banca e industria fue simultánea. Eso favoreció la cooptación recíproca entre la gran banca y la gran industria pesada, con plantas de enorme tamaño. E hizo posible que los banqueros impusieran las reglas a los carteles integrados por industriales que, competidores entre sí, eran organizados externamente por sus mentores financieros.

Muchos países, con sus particularidades, se industrializaron de manera semejante a la alemana: Francia, Suiza, Italia, Austria, Bélgica, entre otros. Pero esa generalización no alcanza a toda Europa. Un país pequeño como Dinamarca no tuvo durante el siglo XIX revolución alguna ni industria pesada, lo cual puede explicarse por la dotación de recursos y por la oportunidad ofrecida a su agricultura por la proximidad con el mercado inglés, al que abastecía. Eso determinó una ausencia de desafío, en término de Toynbee.

Pero otros rasgos tipifican a países con atraso profundo que los condujo al empleo de otras estrategias para su industrialización.

Es el caso de Rusia, en que la eclosión industrializadora ocurrió tres décadas después que en Europa Occidental, a partir de un nivel de desarrollo inferior al de los otros países. La causa de esta diferencia reside en la tardía emancipación de los siervos ocurrida recién en 1861. Desde varios siglos previos, la expansión territorial rusa estuvo acompasada por sucesivos conflictos militares con potencias occidentales. Eso determinó una contradicción brutal entre la modernización militar y estatal y la condición feudal de la retaguardia económica. Eso convirtió al Estado en el agente principal del desarrollo; las necesidades militares marcaron el pulso de los esfuerzos productivos, que se relajaban una vez superada la emergencia bélica. La generación afectada por el esfuerzo de guerra era en la práctica sacrificada, para lo cual el Estado desplegaba una intensa represión, lo cual provocaba la huída de contingentes poblacionales hacia el confín oriental y el sudoriental del imperio. También acarreaban largos períodos de estancamiento, que seguían al desarrollo repentino provocado por una guerra.

La modernización de Pedro El Grande (1672-1725) orientada a alcanzar a las potencias occidentales, estuvo combinada por empleo efectivo del régimen de servidumbre aplicado al campesinado. Cuando los propios nobles se emanciparon de su tributo directo al zar, el sistema servil perdió su nexo con el Estado y se volvió un poderoso factor de atraso para el país.

Sujeto a un ciclo secular de avances y retrocesos la industrialización rusa requirió la supresión de la servidumbre y encontró su oportunidad en las últimas décadas del siglo XIX. La característica central fue el papel crucial que asumió el Estado en su gestación. Desde mediados de siglo la construcción estatal de ferrocarriles fue el eje sobre el cual giró el posterior despegue industrial. Las preferencias hacia los proveedores locales, los subsidios, créditos y ganancias garantizadas fueron mecanismos estatales que fomentaron el crecimiento.  Otras medidas fiscales y financieras permitieron la afluencia de capitales externos. Rusia no contaba –como sí los tuvo Alemania cuarenta años antes- con excedentes financieros para ser captados y destinados al desarrollo; sus grados de corrupción y desánimo popular eran muy altos. Por lo tanto los bancos no pudieron jugar un papel significativo. A pesar de su incompetencia, el Estado, sus impuestos e inversiones fueron el factor decisivo para la industrialización. Pero, esa función rectora del Estado fue debilitándose en el siglo XX; con las crisis y durante el período pre- revolucionario entre 1905 y 1917 las políticas del gobierno fueron reduciendo su influencia sobre las altas tasas de crecimiento económico efectivamente obtenidas. Los bancos, que hasta entonces seguían el modelo inglés de administración comercial de depósitos, fueron girando hacia papeles más activos en el financiamiento de inversiones a largo plazo.

Con respecto a los climas intelectuales en el avance impetuoso de los países atrasados, Gerschenkron reseña el caso francés y la importancia alcanzada por los seguidores del Conde de Saint Simon (1760-1825), así como también la influencia de Friedrich Liszt (1789-1846) en Alemania y el predicamento no menor de la ortodoxia del pensamiento de Karl Marx  (1818-1883) en Rusia. El socialismo, las leyes de hierro de la historia, la existencia de clases sociales, la superioridad de la industria sobre las formas productivas previas y el culto al desarrollo, así como la mística del progreso, son caracteres comunes de los que en medida variable esos autores fueron contagiosos portadores. Sólo en Inglaterra la economía clásica, el utilitarismo y el liberalismo parecen haber sido promotores intelectuales del desarrollo capitalista.

Entre las conclusiones se incluye que las políticas para la industrialización de países atrasados en el siglo XX deberán tener en cuenta cuanto menos diversos factores específicos que muestra el estudio sobre Europa en el siglo XIX: la dotación de recursos naturales, la fuerza de trabajo disponible, el clima ideológico, el grado y la trayectoria del atraso, los obstáculos institucionales, los términos del comercio internacional, las oportunidades para el salto de escala y el cambio técnico, entre otros. En el siglo XX la causa de la superación del atraso en todos los países no es sólo del interés de ellos mismos sino también de las naciones adelantadas en su propio beneficio. La bipolaridad con la Unión Soviética desafió a encontrar vías de desarrollo propias para los países que no fueran el espejismo de sujetarse a la órbita del “socialismo real”.   

 

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Abordamos la cuestión de la industrialización por sustitución de importaciones (ISI) en América Latina a través de un artículo del economista y sociólogo norteamericano Albert O. Hirschman (1968). Vamos acercando la lente sobre el siglo XX y el específico atraso latinoamericano, representativo entre otras regiones que no fueron pioneras en la industrialización capitalista, pero tampoco llegaron en un segundo turno (“later”), sino que sus intentos fueron doblemente tardíos (later-later). En particular la estrategia ISI está en la raíz de una dilatada postergación de una plena industrialización de los países latinoamericanos a lo largo de todo el siglo. Esa misma tendencia fue superada por algunos países de otras regiones en los últimos tramos del siglo XX, como es el caso de los tigres asiáticos, China e India.

El crecimiento latinoamericano está signado por fases secuenciadas. Beneficiado por la demanda de materias primas por parte de los países desarrollados desde mediados del siglo XIX y hasta la crisis de 1929, el modelo de desarrollo hacia afuera, empujado por las exportaciones de bienes primarios. Había entonces esperanza de que la continuidad del desarrollo redundara en un proceso de industrialización. Ese fue el desarrollo hacia adentro, la segunda fase caracterizada por una industrialización impulsada por condiciones internacionales favorables: la recesión mundial y la segunda guerra mundial.

En su manifiesto de 1949, Raúl Prebisch (1901-1986) anunció que la fase de crecimiento propulsada por las exportaciones de bienes primarios estaba tocando a su fin. A la vez, afirmaba que estos países tendrían en adelante la oportunidad de desarrollarse a través de su mercado interno y un vigoroso movimiento de industrialización.  

Pero, trece años después en 1963 el propio Prebisch, al asumir un nuevo período como titular de UNCTAD, sostenía que la estructura industrial surgida en estos países fue resultado de la facilidad pero que su aislamiento, sumado a su baja competitividad y eficiencia, era atribuible a las barreras de protección arancelaria y otras trabas comerciales lo cual la privaba de posibilidades de alcanzar las ventajas de la especialización y la escala apropiadas. Lo dramático era que mientras los países desarrollados habían acelerado el progreso técnico en los subdesarrollados se incrementaba las fallas en su experiencia de crecimiento.

Se oficializaba de esa manera a mediados de los sesentas la crisis y eventual agotamiento de la fase de desarrollo basado en las ISI.

La ISI había comenzado con rubros que por su peso insumían altos costos de transporte, tales como la cerveza o el cemento y las que tenían enormes mercados disponibles como los textiles. En décadas posteriores, a las condiciones internacionales favorables y la protección arancelaria se sumaron políticas estatales de orden fiscal y crediticio que empujaron a los importadores a radicar operaciones de manufactura. Las ISI fueron de dos tipos: la provocada por los saldos favorables de las exportaciones y el comercio internacional y la generada por las medidas protectivas y contrarias al comercio internacional. Estas segundas producen inflación. La paradoja es que la industria local se dedica a bienes suntuarios -que son los prohibidos por la regulación sobre el intercambio internacional- preocupada por mantener el equilibrio del balance de pagos. Mientras tanto los insumos críticos siguen comprándose en el exterior. Los cuatro motivos que jalonan la instauración del modelo ISI son entonces: el desequilibrio en el balance de pagos, las guerras; el crecimiento de la demanda de insumos y las políticas económicas deliberadas.

En su momento inicial la ISI comienza con la manufactura de bienes de consumo final, que son previamente importados y, luego, se mueve con mayor o menor velocidad y éxito hacia bienes intermedios y maquinarias, lo que requiere un encadenamiento “hacia atrás” creando una red y un flujo entre las compañías y sus proveedores (backward linkage). Este aspecto del desarrollo industrial ISI marca la diferencia con los países avanzados y debe ser atendido en especial. Por eso este tipo de industrialización depende de fases con secuencias férreas, que no pueden alterarse a voluntad (hightly separated stages). La omisión de teoría al respecto, sostiene Hirschman, hace que el ISI sea visto como más cómodo y menos conflictivo que otros tipos de desarrollo pero que también se extraigan de él pocas lecciones, menos aún que las aprendidas de la industrialización norteamericana, europea o japonesa para esa época.

Al respecto la discusión en torno a ventajas y desventajas del desarrollo temprano o tardío considera las ventajas de éste último en el abordaje de rubros industriales de vanguardia, como fuera el caso de la química pesada por parte de la industria alemana en la segunda mitad del XIX. Pero, para el caso de los países Latinoamericanos su doble tardanza no acarrea ventaja alguna porque carece de condiciones para pegar un salto, está condenado a la imitación y a la importación de procesos ya conocidos y probados.

Hirschman nos pone en guardia contra quienes sostienen que la secuencia es la misma en todos los países, sean éstos pioneros, tardíos o doblemente tardíos. Cualquier similitud entre el desarrollo temprano y el tardío-tardío es engañosa. En los primeros la industria atiende primero la demanda de bienes de consumo pero diseña, aunque sea artesanalmente, sus propios procesos y maquinarias. En los segundos, la abundancia de mano de obra compensa costos y retrasa la introducción de alta tecnología.

Por cierto, ISI requiere tecnología compleja, pero sin sostenerla en experimentación tecnológica, entrenamiento avanzado e innovación productiva que son las características propias de los países de industrialización temprana.

Con respecto a la comparación con los tardíos, Gerschenkron sostuvo seis principios aplicables a su industrialización. De ellos los cuatro primeros no se aplican a los ultra tardíos (el estallido revolucionario; el mayor salto de escala de empresarios y plantas; el enfrentamiento de productores contra consumidores; la presión en pro del consumo de la población); el quinto sí sobreviene necesario pero en etapas más avanzadas del desarrollo (apoyo institucional para la formación de capitales y para la guía e información descentralizada del empresariado) y solamente el sexto se aplica plenamente (la modernización de la agricultura para expandir los mercados industriales). Por lo tanto, la idea de que las condiciones entre las sucesivas olas de países que buscan la industrialización no se reproducen, queda ratificada.  

La industrialización latinoamericana no ha sido, en general, parecida al cuadro pintado por Gerschenkron. Sólo Brasil, con los vaivenes y decepciones de su “milagro”, se les parece. En los cincuentas hubo allí un crecimiento acelerado del acero, la química y la fabricación de máquinas, junto con algunos factores institucionales favorables, la inflación por ejemplo, bancos estatales de inversión, todo ello envuelto en un clima ideológico: el desarrollismo. Pero, los tropiezos del modelo en las décadas siguientes desalentaron a toda la región

Los estilos de industrialización son de dos tipos: aquellos que combinan el crecimiento de las exportaciones con las inversiones industriales, por un lado, y aquéllos que cierran las importaciones debido a guerras o crisis de comercio exterior.

En el segundo supuesto, señala Hirschman que la clase burguesa emergente está formada por extranjeros, probablemente ex importadores, que no forman parte de las elites tradicionales (suelen ser de origen inmigrante) y cuyos emprendimientos se vuelcan a la industria liviana, bebidas, cosméticos, plásticos, por ejemplo. Ellos no pueden exportar, como sus pares de los países desarrollados y por lo tanto no ejercen mayor influencia política. También suelen salir perdidosos en sus disputas con las clases dominantes tradicionales.   

En su primer momento la ISI se desenvuelve con soltura a favor de ciertas facilidades. No obstante los empresarios tienen que vencer diversos obstáculos de organización, instalación, creación de redes comerciales y conquista de los consumidores. Esa etapa y sus preferencias para la importación de equipos se sienten como un “boom” que lleva a sobreestimar la demanda. Un segundo momento los encuentra con exceso de capacidad y sujetos a una demanda caprichosa y voluble que constituirá la naturaleza del modelo. Esta fase exuberante, con rápidas ganancias, se enfrenta rápidamente con la baja calidad de las políticas, cuyos hacedores pecan de voluntarismo y extravagancia. Los líderes latinoamericanos de los años cincuentas fueron, según Hirschman, cada uno a su manera víctimas del espejismo sobre la fortaleza del modelo ISI y pagaron con su caída los costos del desengaño: Perón, Kubitschek, Rojas Pinilla, Pérez Jiménez.

Pero, esos episodios trajeron aparejada la “fracasomanía”, una tendencia exagerada e intencionada a descalificar a las ISI como variante de políticas. El eje argumental de esta corriente se basa en tres acusaciones: su rápido agotamiento por el cuello de botella del balance de pagos; su incapacidad congénita para exportar competitivamente; su bajo aporte a la solución del desempleo.

Hirschman explica que algunos modelos sobre el agotamiento de las ISI fueron acuñados por los economistas para cerrar paso a la industrialización latinoamericana; los llama naive y seminaive. Su línea de razonamiento se orienta a criticar esa interesada ingenuidad. Primero, sostiene la convergencia de productos, una característica que permite producir con economía de escala bienes intermedios como acero, vidrio y papel que pueden ser usados para fabricar numerosos productos finales, antes importados. Segundo, ciertas industrias ISI, como el ensamblaje automotriz, dan oportunidad al surgimiento de proveedores locales de pequeño y mediano porte que pueden acompañar a la planta principal.

Bajo estos señalamientos los modelos ingenuos de los detractores pierden el carácter fatalista de sus predicciones sobre el agotamiento del modelo ISI.

A la vez, los mercados comunes, forjados por alianzas entre países de la región pueden superar los límites impuestos por el tamaño del mercado interno a los cambios de escala de la producción industrial. El backward linkage, un proceso clave pero de ardua concreción se haría viable con un ambiente económico favorable y políticas económicas estratégicas, lo cual permitiría superar las determinaciones fracaso maníacas rígidas. Las industrias de base, que hacen cuello de botella y requieren una escala amplia para instalarse podrían hacerlo en un contexto de pequeñas y medianas convergentes que le sirvieran de mercado. Para eso se requieren políticas de protección y promoción selectiva a las “bottleneck industries”. Eso permitiría superar la imagen de montaña inabordable que quiere darse de la industrialización, generando un desfiladero transitable.

Las particularidades de la industrialización de los países doblemente tardíos deben ser entendidas y aprendidas por los propios empresarios y los hacedores de política, aceptando la radicación de industrias productoras de insumos como parte de una estrategia de desarrollo económico. Esos comportamientos inteligentes no son similares a los de los introvertidos empresarios calvinistas europeos o norteamericanos de los pasados siglos; aquí y ahora se requiere como señala F. H. Cardoso una identificación de ellos mismos con los intereses generales de la sociedad, a veces a expensas de la conveniencia de corto plazo de sus propios negocios Para todo ello Hirschman convoca a seguir investigando y aportando conocimiento para dar razones fundadas y complejas a las posibilidades de industrialización en América Latina, la cual desde luego será en algunos países más asequible que en otros.

Para eso es crucial que la nueva industria de estos países doblemente tardíos se vuelva exportadora. Por ese medio se superará el obstáculo de los mercados reducidos; se corregirán las crisis de los balances de pagos; se sostendrán niveles altos de calidad y eficiencia en la producción. Claro que diversos obstáculos se oponen a esa meta: muchos no quieren competir contra las matrices de sus propias compañías o asociadas; la presión inflacionaria hace subir los costos e impide una previsión correcta de los precios.

Entre los obstáculos estructurales al posicionamiento exportador milita también la contradicción entre exportar bienes primarios y bienes industriales, ya que la cuestión del tipo de cambio de equilibrio, subvaluado o sobrevaluado favorece o perjudica diferencialmente ambos objetivos y a los sectores interesados. Eso es materia de lucha en la fijación de las políticas. Las condiciones políticas son por lo tanto esenciales para la estabilidad de condiciones que requiere una estrategia nacional de desarrollo. Pero, también se requiere una cohesiva, expansiva e influyente clase empresarial nacional para respaldar la industrialización más allá de la fase segura de la sustitución de importaciones, pasando al riesgoso estadio en el que la política y el esfuerzo productivo se orientan a la conquista de mercados externos.

Pero Hirschman es conciente de los ciclos o del péndulo que afecta estos intentos, toda vez que la inestabilidad política y su imprevisibilidad no permiten afianzar la industrialización exportadora. Un estado emprendedor o progresista sería la respuesta a la que se sumarían los mercados comunes entre países en desarrollo y las ventajas que los países de reciente industrialización podrían encontrar en el comercio internacional de ciertos productos estandarizados.

Sujetos, por lo tanto, a los rigores de etapas férreamente secuenciadas los países doblemente tardíos requieren una conducción compleja de sus desarrollos industriales; tarea que, no obstante, es factible sin necesidad de pasar por todos los cambios y exigencias que los pioneros y los primeros tardíos tuvieron que cubrir. El camino, según la visión de Hirschman 35 años atrás, está abierto.

 

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Como último hito de este panorama histórico visitamos el artículo sobre geografía e instituciones en la hechura de la distribución de ingresos del mundo moderno de Daron Acemoglu, Simon Johnson y James A. Robinson (2002).

Su primera afirmación es que las mejores oportunidades de industrialización con que contaron los países europeos en los siglos XVIII y XIX tienen como causa la introducción entre los siglos XV a XVII de instituciones que alentaron la inversión en territorios hasta entonces bastante pobres.

Para analizar el impacto de la colonización europea, los autores analizan la reversión de ingresos experimentada entre los años 1500 y 2000 por los aborígenes de distintas latitudes: hindúes, aztecas e incas, por una parte, y tribus norteamericanas, neozelandesas y australianas, por la otra. Para 1500 se toma como indicador de ingresos a la urbanización. En efecto la existencia de ciudades requería sine quanon agricultura y caminos; también una considerable densidad poblacional. La reversión hacia la actualidad para este tipo de casos es una correlación robusta.

Luego de revisar la explicación por medio de causas geográficas, ésta queda descartada. Aún las teorías más sofisticadas sobre variaciones temporales no se verifican.

Entre tanto, la explicación por medio de causas institucionales, al estilo de Douglas North o Mancur Olson, sí son plausibles. La vigencia de instituciones que garantizan la propiedad privada da seguridad e incentivos poderosos a la inversión e industrialización. Por el contrario las instituciones extractivas favorecen a las elites que manejan el poder político y su propensión a la captura de rentas.

En los casos americanos, las causas de la reversión de los ingresos fueron las instituciones implantadas por los imperios coloniales. Éstas fueron extractivas –por comprensibles razones- en las áreas más prósperas y pobladas mientras que, en cambio, incentivaron la inversión y la industrialización en las áreas despobladas y atrasadas.

La prueba de la hipótesis institucional sobre las causas de la reversión entre 1500 y 2000 se completa con la interacción entre las instituciones coloniales y las oportunidades de industrialización ofrecidas por el mercado mundial a las ex colonias en el siglo XIX.

A propósito, el papel de vanguardia de Europa en ese siglo muestra que para ese continente la hipótesis de la reversión de la fortuna basada en la urbanización y la densidad poblacional no se verifica, precisamente porque no fueron países colonizados.   La colonización europea queda confirmada como factor causal determinante.

Volviendo sobre la explicación geográfica, en su versión sofisticada, se observa el peso que asigna a la incidencia de la tecnología y su afirmación sobre la ventaja de los climas templados sobre los cálidos. Pero, ya que la reversión está asociada a la industria más que a la agricultura esta hipótesis, incluidas sus variaciones temporales, puede ser desechada.

Por su parte, la explicación institucional se enmarca en una tradición intelectual (J. Locke, A. Smith, F. Hayek) que subraya la trascendencia de los derechos de propiedad en el progreso de las naciones. En ese sentido las instituciones de propiedad privada son lo opuesto a las instituciones extractivas, que se caracterizan por el riesgo a la expropiación.

Las instituciones de propiedad privada forman un cluster que responde a dos requerimientos: 1- que haya seguridad para las inversiones y sus retornos; 2- que esos derechos alcancen efectivamente a una mayoría transversal de la sociedad (a broad cross section). La concentración del poder en pocas manos afecta los derechos, oportunidades y los incentivos de la mayoría para producir.

El equilibrio institucional, como ocurrió con la colonización española, no es suficiente garantía, puede asociarse a instituciones extractivas y no alentar el desarrollo económico.  Son instituciones extractivas las minas, plantaciones e impuestos elevados; la población es explotada por la minoría que ejerce el poder.

Entonces, el shock producido por la invasión europea en América afecta el desarrollo posterior de las sociedades, a través de las instituciones que introducen y su influencia sobre el futuro. Esa modificación prefigura la reversión de los ingresos relativos entre las regiones colonizadas.

Mientras que en las regiones pertenecientes a los imperios prehispánicos como incas y aztecas la colonización fue extractiva y acarreó una condena a la reversión de ingresos, en las regiones que permitieron el asentamiento masivo de extranjeros, que ofrecían territorios despoblados y salubres, las instituciones de propiedad privada y sus consiguientes incentivos fueron favorecidos porque los propios colonizadores eran los beneficiarios. El factor institucional es independiente de la geografía aunque puede verse apoyado por ciertos factores geográficos, no decisivos para la reversión.

La reversión ocurrió una vez afianzada la modernización en el siglo XIX. Fue así porque los cambios tecnológicos posibilitaron la industrialización de las ex colonias que contaban con instituciones de propiedad privada. En éstas se favoreció la llegada de inversores e innovadores, mientras que en las zonas con instituciones extractivas las elites rechazaron esa variante por ineptitud o por temor a las turbulencias políticas que podrían suscitar.

En resumen, las colonias pobres tuvieron industrialización y sus ingresos fueron revertidos de menor a mayor; en tanto que las colonias ricas no tuvieron industrialización y sus ingresos revirtieron de mayor a menor. En 500 años los relativos ricos (Meso América, Los Andes, India, Sudeste Asiático) pasaron a ser relativos pobres y viceversa (Norte América, Australia, Nueva Zelanda, Cono Sur de AL).

¿Por qué el colonialismo europeo causó ese efecto? Porque frente a diferentes ambientes los colonizadores adoptaban estrategias alternativas que les daban variables rendimientos o rentabilidades, las cuales acumularon efectos contrarios sobre el largo plazo. Las instituciones extractivas fueron las aconsejables para áreas hasta entonces prósperas y pobladas. Las instituciones de propiedad privada y la radicación de contingentes más numerosos de colonos europeos eran más convenientes en áreas poco habitadas, en las cuales las instituciones de propiedad privada fueron más convenientes.

A la larga, la diferencia institucional se acentuó con el diferente aprovechamiento de la oportunidad de industrialización surgida a fines del siglo XVIII y principios del XIX, cuando se necesitó una clase media de pequeños propietarios y emprendedores.

En otra obra, más orientada a la divulgación científica, dos de los autores –Acemoglu y Robinson (2012)- se extienden en la fundamentación empírica de su teoría. La novedad es que sustituyen el concepto Instituciones de Propiedad Privada por “Instituciones Inclusivas”. Tal vez se trate de una diferencia atribuible a la traducción pero cabe el comentario que el par de opuestos “instituciones extractivas versus instituciones inclusivas” no hacen una buena pareja lógica. Lo contrario de extractivo podría ser productivo; lo contrario de inclusivo podría ser excluyente. Surge en la lectura la sensación de que los autores quieren presentar a las instituciones de propiedad privada como inclusivas por antonomasia, en una postura que no reconoce la frecuencia con la que políticas liberales sin punto de apoyo en instituciones de propiedad colectiva o capitales de transferencia o sin énfasis en la creación de bienes comunes olvidan o excluyen a contingentes numerosos de su propia población.  

 

6- Comentarios actuales y hacia el futuro:

 

A) Una primera cuestión, por cierto complicada, surge de la bipartición de los regímenes políticos en democracias y autocracias, que es tan favorable a una clarificación y visualización de las tendencias históricas globales por la vía de la simplificación de la definición. Si hay democracia toda vez que rige una regla sobre competencia libre para acceso al poder por vía electoral, los casos de autoritarismo, autocracia y absolutismo siguen existiendo pero su número se acota conforme avanza el siglo XX. Pero David Epstein y sus colegas (2006) sostienen con argumentos convincentes que contar con una tercera categoría, la “democracia parcial”, contribuye a matizar mejor el cuadro de situación. Los números, en efecto, cambian para dar un panorama más realista, en el que la comparabilidad internacional se aguza. Ello así porque, como lo señala Mazzuca en su análisis sobre los países del giro a la izquierda latinoamericano, una cosa es el acceso al poder y otra el ejercicio. Las superpresidencias suponen una distorsión de la democracia, cuya gravedad habrá que evaluar en cada caso. El control horizontal requerido por O´Donnell falla y el único flujo del poder concentrado es la verticalidad. Los casos de Venezuela, Ecuador y Bolivia son despotismos electivos, categoría propuesta hace tiempo por Giovanni Sartori (n. 1924), siguiendo la histórica caracterización de James Madison (1751-1836) y Thomas Jefferson (1743-1826) en los comienzos de la democracia norteamericana. O, también, pueden ser vistas como autoritarismos electorales. El acceso democrático combinado con el ejercicio autocrático del poder aplasta a las minorías y descansa en el plebiscito, como técnica de perpetuación. Tal como se viera desde Napoleón I y Napoleón III, el uso abusivo del plebiscito como dispositivo de manipulación es bastante antiguo y consiste en usar la elección como mera convalidación de opciones preformadas por el César, en relación a las cuales cualquier pluralismo político y social está neutralizado de antemano. La sucesiva obtención de mayorías para dirimir falsos dilemas, sea mediante comicios o –en forma más general- a través de maniobras no formales canalizadas mediante el efecto de ida y vuelta entre propaganda y encuestas. En un caso intermedio como el argentino, donde el sistema electoral mantiene cierta competitividad, la problemática de la democracia como régimen presenta dudas fundadas y un campo abierto al estudio y la reflexión científica. Más confusa resulta aún la perspectiva para las oposiciones democráticas, obligadas a formar una alternativa cuya existencia será clave en la reafirmación democrática pero que para fijar su estrategia deben discernir si su misión central es la superación de un partido de gobierno rival en el marco de un régimen democrático o la lucha contra los componentes autoritarios incrustados en una democracia parcial, que ha devenido por lo tanto en un régimen de otra naturaleza. El hecho de que el rasgo patrimonialista supere al rasgo burocrático en la composición del poder, será un elemento importante que agregará complicaciones a la elucidación de la situación política. 

 

B) Un segundo asunto se refiere a los círculos viciosos entre coaliciones y gobiernos que no atinan a encontrar la salida hacia el desarrollo. El fatídico ciclo o péndulo descrito por O´Donnell para las dos décadas entre mediados de los cincuentas y mediados de los setentas, arrancó antes con una estructura parecida y siguió el ritmo de los espasmos políticos e institucionales ocurridos a lo largo del siglo XX. Así consta en la pionera historia económica elaborada por Mallon y Souirrouille (1973). Otros economistas describieron el stop and go, un mecanismo que conducía a la crisis del balance de pagos, por una parte, y a la insolvencia fiscal por la otra, como manifestación de la cesura ya señalada por O´Donnell entre las respectivas acumulaciones de capital de la burguesía rural y la industrial. El desarrollo por sustitución de importaciones no cumplía su promesa de industrialización y, por el contrario, sometía al país a un ominoso vaivén en que cada avance engendraba un inminente retroceso. Con posterioridad a la crisis de 2001 ese esquema se estiró en el tiempo y muchos economistas cambiaron su expectativa cuando la devaluación de 2002, el arreglo del grueso de la deuda externa y la reactivación consiguiente desembocaron en los superávit gemelos. Los saldos favorables estabilizados de la caja del estado y las abundantes reservas de divisas, sumados a una inflación reducida y un crecimiento acelerado dieron a entender que el círculo vicioso había encontrado su salida. Se habló incluso de que la Argentina había entrado en un ciclo de los concebidos por Nikolai Kondratieff (1892-1938), economista ruso que propuso un modelo de ondas largas de entre 45 y 60 años con crecimiento alto y lento declive. Los argumentos básicos eran dos: el tipo de cambio alto y la inversión de la ley prebischiana sobre el deterioro de los términos de intercambio atribuido, claro está, a la demanda de materias primas india y china. Mario Brodersohn explicó la novedad en un artículo de 2006, en el cual se diferenciaba de muchos otros colegas al advertir que la distorsión de precios relativos (congelamiento de tarifas, generalización de la jubilación mínima, división entre trabajadores en blanco e informales, baja capacidad estatal e inflación) lo hacía escéptico acerca de que el país superara el stop and go e ingresara en un ciclo de Kondratieff. Razones tenía porque justamente al año siguiente los déficits gemelos empezaron a deteriorarse, los subsidios sobre las tarifas públicas se hicieron más altos y la tentativa de expropiar la ganancia agraria por medio de un aumento de las retenciones desató una resistencia abierta de las organizaciones rurales, acompañadas por las clases medias del área pampeana y algunas zonas del interior; fue la primera oportunidad en que la superpresidencia argentina perdió un plebiscito, sólo que no en las urnas sino en el Congreso. Ocho años después de aquel artículo es evidente que la Argentina no subió a una onda de Kondratieff, el tipo de cambio se redujo, el déficit fiscal creció junto con la inflación y la emisión sin respaldo y las reservas se consumen sin remedio a la vista. El stop and go, como ya había ocurrido en la convertibilidad de los noventas, prorrogó el go pero no evitó el stop.

 

C) Al explicar la diferencia entre la economía argentina y la del grueso de los países de la región a fines del siglo XIX y principios del XX, O´Donnell (p.526) valoriza la temprana burguesía agraria, propietaria de la estancia pampeana, y su capacidad para generar acumulación de capital, articular con un estado nacional potente, establecer vínculos favorables con el mercado mundial y sostener la aparición de una incipiente industria y una estructura urbana más moderna, más diversificada y con ingresos superiores a las de muchos países europeos. En contraste, casi todo el resto de América Latina –con excepción de Uruguay- cuenta con una producción basada en la hacienda andina, el enclave o la plantación de propiedad extranjera; por lo tanto su clase dominante no es tan amplia, ni produce excedentes significativos, ni domina un estado nacional capaz de garantizar su reproducción ni está bien articulada con el comercio internacional. La dimensión de esa zona hizo que la Argentina fuera un caso de relativa homogeneidad social bastante atípico en la región. El campesinado, sometido y misérrimo no era muy numeroso y estaba reducido a las áreas del interior profundo. Un colofón de ese análisis es que las zonas de la Argentina no incorporadas directamente al mercado mundial tuvieron un peso demográfico y económico menor que en el resto de América Latina. Pero, existieron bajo la dominación de “gobiernos regionales”, cuyo poder fue siempre menor pero hizo sombra sobre el “gobierno nacional”, que fue el sistema de dominación de las amplias áreas con capacidad exportadora de cueros, lanas y cereales, primero, y más adelante también de carnes. Ese estado nacional arrasó temprano y fácil con las autonomías locales de las oligarquías atrasadas aunque, como revés de la trama del mismo fenómeno, implicó que “condensara mucho menos que en el resto de América Latina cambiantes y delicadas relaciones de fuerza” entre las área de los dos tipos. La centralidad política de la burguesía pampeana no fue contrapesada por sus homólogas del interior. No hubo en la Argentina incorporación de productos regionales a la canasta de exportación y, por lo tanto, tampoco recomposiciones significativas de la coalición dominante que sí tuvieron lugar en otros países (pág. 529). Desde aquella época hasta este siglo XXI ese eje de análisis es indispensable para caracterizar el mal funcionamiento económico y político de la Argentina.

A pesar de su organización constitucional federal, la Argentina moderna fue la resultante de ese desequilibrio. El interior, a lo largo del siglo XX no estuvo pasivo. Por cierto, algunas regiones alcanzaron inserciones comerciales internacionales propias que diversificaron levemente la canasta de exportación. Algunas áreas consiguieron un avance relativo. Pero el esquema troncal se conserva, toda vez que las producciones locales necesitan condiciones de articulación internacional y apoyos gubernamentales que obtienen de manera precaria y pierden en cada crisis. Sí hubo, desde mediados del siglo XX, una potente migración interna, realimentada en décadas recientes con otras poblaciones latinoamericanas que descomprimió la población interior y saturó el área metropolitana de Buenos Aires y otras ciudades pampeanas.

Esa concentración poblacional atrae hacia esa zona las contradicciones inherentes a los intereses de las diversas clases y coaliciones en pugna pero también otorga un inmenso poder electoral para asegurar la continuidad de la subordinación y desplazamiento de los “gobiernos regionales” en manos del Estado nacional.

Tal vez por eso, los subsidios a las tarifas públicas, un rubro tan elevado como injustificable que hizo renacer el déficit fiscal a partir del 2007, hace que el precio de los servicios de transporte, luz, gas y agua del área metropolitana sea varias veces menor que el que se abona en el interior del país. Esa inequidad muestra el rastro de la coalición dominante, en la que se involucran estratos medios y altos del área metropolitana. Los resultados electorales a favor de diversas expresiones opositoras en varios e importantes distritos electorales del litoral fluvial y el oeste, algunos de cuyos gobiernos no se alinean con el oficialismo, muestran la creciente conciencia ciudadana sobre el privilegio otorgado al territorio que rodea la sede del estado nacional.

 

D) Junto con la segunda globalización que arranca en 1978, como lo explica José María Fanelli (2012, pág. 130), se ha producido la reversión de la tendencia al deterioro de los términos de intercambio. El comercio internacional se mantuvo con oscilaciones durante varias décadas, al son de las guerras calientes y frías, las crisis del petróleo y la deuda. Durante un período, entre 1930 y 1948, las autarquías nacionales eran una práctica generalizada y quedaron vigentes como un ideal bastante extendido. Pero, hace más de tres décadas que el comercio crece sostenidamente. El transporte y las redes transfronterizas de producción han multiplicado los intercambios.  La irrupción de China e India y, más en general, del sudeste asiático empuja la economía mundial y genera algunas transformaciones profundas. La imagen de suma cero de la teoría leninista del imperialismo, continuada por las concepciones tercermundistas, indicaba que la riqueza mundial era más o menos constante y que el atraso y la pobreza de las periferias era efecto directo de la opulencia y el derroche del centro. Lo errado de esas visiones es visible. Hay marcadas desigualdades de poder entre regiones y países pero la oportunidad de desarrollo para naciones atrasadas se exhibe abierta. Latino América entera ha crecido en los últimos años. La Argentina en particular tuvo una primera década del siglo XXI comparable a la primera década del siglo XX, cuando se produjo aquel milagro argentino. Pero el milagro se asocia a la maldición holandesa, es decir a la paradoja que atenaza a países aventajados castigándolos no ya por aquello de que carecen sino por lo que abunda en ellos. Una afluencia repentina de divisas puede generar efectos en cadena que lleven al desaprovechamiento de la oportunidad de desarrollo. Entre los países del left turn, Venezuela está incurso en este síndrome: sus fabulosas rentas petroleras como proveedor de muchos países, entre ellos EUA, no habilitan por sí solas una estrategia de desarrollo; más bien al contrario lo van hundiendo en la fractura, la inflación y el desabastecimiento. La Argentina también puede caer presa de una trampa comparable. Fanelli señala que, en los últimos años, la recurrencia de la crisis en el balance de pagos se debe a que el país trueca los excedentes obtenidos por el volumen y el precio internacionales de la soja por las importaciones energéticas derivadas de la falta de inversión y la baja de producción acaecida durante el mismo período. Los resortes de productividad y competitividad industrial así como de integración entre áreas y producciones no fueron utilizados; disparar una política exportadora coherente hubiera podido ponerlos en marcha. La perspectiva de que la frustración nacional del siglo XX vuelva a producirse es alta, en la medida en que el estado y la sociedad no sean capaces de suscitar un desarrollo productivo eficaz.

 

E) El populismo rentista se apoya en un complejo de causas formadas por una base geográfica, institucional, cultural y demográfica. José Nun sostiene desde los años sesenta una variación latinoamericana y contemporánea sobre la conocida teoría marxiana del excedente poblacional relativo y el ejército industrial de reserva. El concepto de masa marginal alude a una población urbana reciente migrada, sin empleo estable, que se aglutina en áreas en las que puede recibir beneficios estatales clientelares y que se convierte en un severo problema para la política pública, en tanto su peso específico supere la capacidad de absorción del sistema productivo.

En tiempos en que se discute sobre si es posible crear puestos de trabajo suficientes, y si el trabajo asalariado mismo es el proveedor de sentido a la existencia de los sujetos surge este llamado “precariado”, como lo bautizó Robert Castel. Esta es la base social que forma la coalición del populismo rentista y es en sí misma heterogénea: está formada por desocupados, subempleados, empleados informales, cuentapropistas; recién llegados a la ciudad desde el interior o los países limítrofes y perdedores de la desindustrialización neoliberal. 

La variante de adaptación a la sociedad que el populismo rentista propone a estos contingentes sociales fue prefigurada por la militancia piquetera, forjada en las luchas contra el ajuste y de defensa frente a la crisis del 2001. Las medidas de política social son estándar para toda América Latina y no facilitan ni promueven la integración social mediante el trabajo formalizado, más bien la sustituyen. La crisis y segmentación han demolido los mecanismos tradicionales de convivencia, confianza recíproca y ascenso social: la escuela, el hospital, el barrio, la plaza, la playa, el cine, el paseo, los actos patrióticos, el centro comercial de las ciudades, el mercado, entre otros.

En la política dirigida por los intendentes del conurbano y sus redes clientelares los pobres extremos y otros amplios sectores vulnerables son captados y atendidos según su propia condición, sin criterios universales, con pocas oportunidades de movilidad social. La creciente inseguridad, producto de la endémica ineficiencia y corrupción del aparato policial, judicial y carcelario hace de barrera entre los guetos de pobres y el tejido urbano convencional, mientras los guetos de ricos multiplican en espejo la separación y distancia que divide los hemisferios de la sociedad.

Nun se refiere en su artículo de 1999 a la integración, categoría sociológica creada por Emile Durkheim (1858-1917) en el entresiglos XIX/XX. Su argumento distingue integración social e integración sistémica tal como lo propuso David Lockwood (n. 1929) al proponerse por esa vía conciliar las posturas consensuales con las conflictivas. Integración social refiere a la manera como un individuo o actor se relaciona con otro; integración sistémica refiere al relacionamiento entre las partes de una sociedad o sistema social.

El caso del apartheid sudafricano sobresale como un engendro político institucional en el cual la integración social se utiliza de manera brutal en detrimento de la integración sistémica. Esa imagen de las comunidades negras, segregadas pero cobijadas por lazos comunitarios, ejerciendo presión sobre el borde demarcatorio de la nación y el estado blancos, no concuerda punto a punto con el paisaje actual de las sociedades latinoamericanas pero si es sugerente por analogía y hace pensar en los efectos que los clivajes políticos, territoriales y culturales pueden tener sobre el futuro de estas sociedades.

En los análisis de economía política más arriba reseñados el tema demográfico es mencionado pero no figura como relevante. La población como factor determinante es un tópico más bien sociológico. Sin embargo un economista como José María Fanelli (pág. 169) lo presenta como un elemento central de su análisis situacional sobre la Argentina. Se introduce la cuestión del crecimiento vegetativo y la configuración de la pirámide poblacional. Se trata de los teoremas acerca de que el desarrollo económico de los países viene acompañado por un progresivo envejecimiento de la población. El cociente entre la población en edades pasivas y los jóvenes determina la capacidad potencial de que quiénes están económicamente activos sostengan con su trabajo los crecientes gastos del contingente de retirados. Los países poseen durante un número calculable de años un bonus demográfico y habrán de perderlo, más adelante cuando el crecimiento haga bajar el número de hijos por madre. La Argentina cuenta con esa ventaja. El autor propone como un eje de políticas aprovechar el lapso durante el cual la ecuación resulta favorable, tratándolo por lo tanto como un recurso, es decir la disposición de una fuerza de trabajo enorme e impetuosa.

Pero Fanelli no profundiza demasiado sobre los años de educación y el nivel de capacitación para el trabajo con que cuentan las nuevas generaciones de argentinos. Por cierto, la masa marginal, es decir la población supernumeraria, fracturada de la otra parte de la sociedad está formada en alta proporción por jóvenes y esos jóvenes no están en condiciones espontáneas de sumarse a las filas del salariado. Los sectores informales a los que alude Mazzuca coinciden en gran parte con estos grupos. Careciendo de una estrategia general de industrialización y desarrollo económico y de políticas específicas de integración parece difícil que el mercado cree suficientes empleos para que puedan absorber y ocupar un tan alto número de jóvenes, que en esos ámbitos sociales se multiplican a tasas más altas que las de los estratos medios y altos.

En lo que respecta a su integración a la sociedad política, señala Nun con acierto que los farmers norteamericanos del siglo XIX y los trabajadores agremiados del siglo XX fueron actores protagónicos del sistema democrático gracias a que adquirían en su respectiva práctica social la necesaria autonomía moral. A propósito, ya mencionamos el conflicto abierto entre el populismo rentista y los productores agrarios, incluso los pequeños, tanto en la pampa como en el interior. Acerca de los sindicatos, cabe mencionar el estudio sobre la evolución actual del peronismo que señala el cambio de su centro de gravedad desde el movimiento sindical hacia el caudillismo territorial (Steven Levitsky, 2003) Por lo tanto, las condiciones para que los jóvenes de los sectores informales logren su necesaria autonomía moral presenta interrogantes aún sin respuesta en el terreno de la construcción social de ciudadanía.

 

* * *

Los tópicos presentados en los cinco apartados precedentes, sin perjuicio de su entidad propia, son aspectos o dimensiones del atraso argentino. El intríngulis histórico del país, con la condición de no considerarlo un sortilegio irracional, puede simbolizarse en lo que dio en llamarse tantas veces el misterio argentino (ver a título ilustrativo “El misterio argentino”, en www.eltabloid.com/claudiokatz), es decir el complejo de problemas que impidieron aprovechar oportunidades contextuales ofrecidas por el comienzo de los dos siglos, el XX y el XXI, y encaminar el rumbo hacia el desarrollo integral.

El rentismo populista de la era Kirchner supo convertir dos dificultades que estregaron a la argentina en el pico de la crisis en dos fuerzas propulsoras de su propia instauración hegemónica: el mercado mundial de commodities, por un lado, y la masa marginal, por el otro lado. El primer elemento llegó por azar, el segundo es la reproducción aumentada y corregida de la experiencia peronista sobre el manejo de masas.

Pero, en cambio, las superpresidencias engendradas en consecuencia no pudieron encontrar ni mucho menos construir la salida de los ciclos cortos de estrangulamiento del comercio exterior y rojo fiscal. Dilatados ambos desenlaces con diversos artilugios que agravaron los problemas estructurales, la conclusión es que el país no puede sostenerse por sus propios medios durante un ciclo largo.

La expropiación de la producción pampeana al servicio de la manutención rentista del gobierno sumada a la férrea dominación de las clientelas electorales necesarias para el éxito del despotismo electivo, acentuaron la fractura social y la torsión geográfica del país.

Lo que corresponde, parafraseando a Fanelli, es pensar qué tenemos y qué necesitamos para diseñar y ejecutar una estrategia nacional global de despegue y reconstrucción institucional, societal y económica. Pensarlo en clave de conocimiento científico y en clave de actores, saberes y experiencias políticas, productivas y sociales.

Como lo señalaba O´Donnell, la acumulación capitalista debe ser continua y agregar todas sus fuentes, desatascar la esclusa. El tipo de cambio debe ser alto, y mantenerse estable durante un tiempo prolongado. El sistema industrial debe activarse sobre la base de conquistar una competitividad que permita exportar, lo que requiere tecnologías actualizadas, inversiones y fuerza de trabajo entrenada. El valor, como señala bien Evans, no surge sólo de la producción física, sino también de los bienes intangibles, lo cual requiere “inteligencia de trabajo”, es decir una masa de intelectuales volcados a la producción. Para abrir vínculos fronteras hacia fuera es preciso una estrategia global, que afiance mercados comunes con los otros países latinoamericanos y posibiliten los cambios de escala pero también una política internacional de proyección mundial, que es mucho más que una buena política exterior. La emergencia del sudeste asiático como tractor de la demanda mundial de materias primas pero también de la oferta de manufactura ha volcado el mapamundi sobre el Océano Pacífico. Esa nueva geopolítica permitiría repensar la geografía del país para reequilibrar el sesgo hacia los puertos atlánticos y explotar la cercanía con los puertos chilenos del Pacífico, vía pasos cordilleranos presentes y futuros. Hacerlo requiere una democracia operativa y plena, un estado de derecho social y capacidades estatales burocráticas y tecno-burocráticas actualizadas y distribuidas en todos los niveles. Desde luego, al mando de ese aparato debe estar el personal político representativo, surgido de un sistema político que compita, se alterne y a la vez establezca colaboración entre el que gana y el que pierda. Un poder con control horizontal, del parlamento, las provincias, los organismos reguladores, la justicia, la auditoría y la prensa. Esos atributos permitirían un estado que monopolice la violencia legítima, poniendo coto a la anomia social y a la creciente criminalidad organizada. Esa es la precondición posible para dar seguridad a las inversiones y los emprendimientos privados, mientras se otorgan derechos sociales efectivos financiados con un capital colectivo de transferencia hacia el universo de derechohabientes pero en especial hacia los estratos sumergidos, cuyos contingentes jóvenes podrán integrarse a los del resto de la sociedad en el estudio, el trabajo, la cultura y la vida social.

Tal como lo afirmaba Schumpeter para la acumulación de capital es indispensable la ganancia, pero según él ésta es más que la simple retribución circular de los factores. El personaje ideal para producir ganancia (o rentabilidad como la venimos llamando) es el innovador, que ejerce un monopolio temporario y desestabiliza el esquema de competencia perfecta. A escala de un país, el espíritu emprendedor –en la estela weberiana del carisma- es una manifestación del liderazgo que no se agota en fines crematísticos.

En la medida en que percibía que el capitalismo racionalizado aplastaba a los emprendedores, Schumpeter se hacía pesimista sobre el futuro del sistema.

Pero esta referencia es necesaria para mencionar que la presente oleada tecnológica reafirma la noción de destrucción creativa y refuta su escepticismo sobre la continuidad del crecimiento.

De allí viene el resurgimiento de la ya mencionada teoría de las ondas largas de Kondratieff (entre 45 y 60 años). Los innovadores se presentan en bandadas, generan expansión y eso posibilita la generalización y absorción de sus creaciones, fase que llegado el momento restablece el equilibrio y amenaza con declinar el desarrollo. Las últimas crisis del capitalismo, en particular las del petróleo (1974) y las burbujas financieras (2008) repusieron las ideas schumpeterianas, como un esfuerzo por entender las ondas largas y estudiar el vínculo entre innovación tecnológica, desarrollo social y estrategias estatales de crecimiento (Freeman, C., 1998).

Mercados, capitales y tecnologías son los tres insumos básicos para cualquier estrategia global de desarrollo. Si los gobiernos consiguen mudarse mentalmente al largo plazo, se pueden obtener en parte afuera y desde afuera pero también en gran medida adentro y desde adentro. Lo primero con una exploración amplia y coherente del horizonte internacional, fundado en un cosmopolitismo de naciones; lo segundo a través de un desarrollo endógeno y concienzudo de los recursos, la población y el aparato productivo propios. 

 

 

 

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AS / Santa Fe / 13-3-2014

 

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